miércoles, 19 de septiembre de 2012

Eliana Silva




De manias y odios. 
 
Con el tiempo desarrollé una fascinación por ciertas palabras. Más que nada conectores, adjetivos y adverbios. Por ende, en demasía, no obstante lo cual son algunas de mis favoritas. Me encanta como suena. No obbbbstante. Una profesora que tuve en la UBA decía que esto pasa cuando empezamos a pensar como escritores. Yo creo que en realidad es que estoy perdiendo la cordura. Los esquizofrénicos humanizan los números y yo me encariño con las palabras. No me parece que haya mucha diferencia.

Contrario a lo que a mí me pasa, tengo una amiga que odia algunas palabras. Su problema es con maya, cena y pieza. Ella tiene sus razones, pero igual eso no quita que está loca. Esto me lleva a pensar que todos tenemos nuestras manías. Una persona sin excentricidades no es interesante. No tiene nada que contar. Por esto es que no nos deberíamos avergonzar. Hay que aceptarlas y reconocerlas. Mostrarlas como parte de lo que nos define. Nos podemos llevar la sorpresa de que no somos los únicos.

De chica yo tenía la costumbre de contar los pasos que hacía para asegurarme de que fueran pares. Tenía miedo de gastar una suela más que otra. Aseguro que ya lo superé. Ahora se me da por hacer otras cosas. Por ejemplo, ordenar la mesa de determinada forma. Cuando como sola la bebida y los cubiertos tiene que ir a la derecha, el vaso en frente mío y los condimentos como mayonesa o mostaza y las guarniciones o fuentes a la derecha. Si necesito sal o aceite, estos los pongo a mi izquierda. Después, una vez que la comida está servida, las ensaladas, puré y demás van en la parte superior del plato y el resto en la parte inferior. Si no acomodo las cosas así el mundo explota. Así que en realidad lo hago por todos ustedes. Creo que esta es mi máxima excentricidad. Juro que no tengo nada más extraño que esto salvo acomodar las perchas de forma tal que queden mirando todas para el mismo lado y organizar las remeras de acuerdo al estilo. Primero vienen las remeras de manga corta, después las de manga larga. Siguen las camisolas, las camisas y los vestidos de día. Los zapatos van apilados en cajas de mayor a menor y por color. Si están alguien puede morir.

Otra cosa que no tolero son las lágrimas. Y no porque soy totalmente incapaz de consolar a alguien, cosa que es verdad. Directamente me producen asco. No solo las ajenas, las propias también. No tolero cuando se escurren por las grietas de los labios lastimados. Te hacen arder y te dan más ganas de llorar. Comienza así un círculo vicioso. Tampoco puede ver cuando caen por la cara, dejando marcado un surco de agua salada mezclada con maquillaje, para después estrellarse contra la ropa. Me produce nauseas. Las lágrimas me hacen pensar en transpiración. Esos dos tipos de agua deben venir del mismo lado. Por eso no abrazo a mis amigas cuando lloran. No lo soporto. Me pasa algo parecido con el agua de lluvia. Me desespera que me caiga en la cara o me moje el pelo. Después quedo todo el día con una sensación de humedad, pesadez y pegote alrededor del cuerpo. A nadie le gusta eso. Por eso me enerva la gente que camina por la calle sin paraguas. No creo que nadie disfrute de mojarse la ropa y pasar frío todo el día. Esas ganas de mostrarse falsamente despreocupados sacan lo peor de mí. ¿Querés hacerte el loco? Patea un perro pero no camines debajo de la lluvia porque me pone loca.

También tengo la costumbre de morderme los labios. Lo hago cuando estoy nerviosa. O ansiosa. O aburrida. En realidad, lo hago todo el tiempo. A veces llego a hacerme sangrar. Después juego con la piel lastimada. Puede ser un poco morboso, pero todos tenemos un lado masoquista y retorcido solo que el mío se presenta con asiduidad. También tengo una cosa por hacer listas. Hago listas de todo. Libros que quiero leer, películas que tengo que mirar, ropa que me quiero comprar, países que debería buscar en Wikipedia porque ni sabía que existían y hasta partes del cuerpo que tengo que depilarme. Supongo que es un pobre intento por tener algo de control sobre la vida, que nunca sé cuando se me va a volver en contra. Va de la mano con ser obsesiva y controladora.

Igual sé que no soy la única. Todos tenemos lo nuestro. Me acuerdo que una vez salí con un flaco que tenía que poner el atado de cigarrillos boca abajo, con el encendedor encima y en diagonal. Nunca me hice problema por eso. Tendría que haber prestado atención a las señales. También tuve una cuñada que no comía pescado porque le daban lástima los peces. Ni las vacas, ni los chanchitos ni los pollitos, solo los peces. Nadie se salva de estas cosas. Yo no me preocupo por cambiarlas. Creo que me hacen más querible y no me dejan olvidar que soy humana.
 
 
 
Pasada por agua.
 
 
Tomé la campera roja que estaba sin vida sobre el sillón y me marché dando un portazo. Caminé a paso ligero sin rumbo entre la niebla, por las calles grises, entre adoquines sueltos y edificios viejos. Las lágrimas negras salían a cantaros de mis ojos inyectados en sangre, por si solas. Rodaban por mis mejillas de muñeca hasta estrellarse contra mi abrigo, dejando un lamparón salado en la tela. Como odio las lágrimas, por suerte empezó a llover. Las gotas se mezclaron con el llanto rabioso y ya no sentí el agua salina meterse entre las comisuras de mis labios partidos. Busqué en los bolsillos el paquete de cigarros empezado. Saqué uno con cuidado para que no se mojara y busqué refugio bajo un viejo alero del que colgaban helechos. Mientras fumaba, me quedé contemplando la calle desierta el tiempo que dura la eternidad, hasta que mi cabeza confundida empezó a aclararse y puede concentrarme en pequeñas cosas, como el rebote de las gotas de lluvia en la zanja sucia, el ruido de un perro callejero rascándose las pulgas o la respuesta a por qué la vida es tan jodidamente complicada y no se puede confiar en nadie. Un ardor en la mano derecha me sacó del trance. Suspiré y apagué el cigarrillo, que se había consumido hasta el filtro. Comencé a caminar, esta vez con rumbo. Seguí con los ojos el ritmo de mis zapatillas mojadas y los jeans rotos empapados hasta la pantorrilla. No levanté la mirada ni una vez porque sabía a dónde iba y cómo llegar. Doble a la derecha y crucé la inmensa plaza que se erguía victoriosa, alegre y verde, entre tanto gris desolador. Me acerqué a las hamacas y me senté en una de ellas. Mis pies apenas rozaban el barrial que se había formaba abajo del juego. Comencé a impulsarme con fuerza y no me detuve hasta sentir la presión del aire en la sien. Sonó el celular, pero no lo atendí. Apesar del mareo, el frío y la lluvia decidí que no había suficientes motivos para volver. Así que me quedé allí toda la noche, hamacándome entre el viento. Sin saber por qué me sentí feliz, y entonces sonreí.
 
 
Cuestiones de género.
 
Acabemos ya con los mitos que rodean al género femenino. Basta de mentiras. Las minas estamos locas. Digamoslo de una vez. Si te calza el sombrero, ponetelo. Somos histéricas y no hay vuelta que darle. Como los hombres tienen la facilidad de estacionar en tres maniobras y de prender el fuego para el asado, nosotras somos buenas obsesionándonos con las cosas e hinchando las pelotas. Es como un deporte ya. Nuestra misión en la vida es acecharlos escondidas entre los yuyos y cuando están distraídos saltarles a la yugular y casarlos (si si, casarlos con S de caSamiento y de pSicópata). La verdad es que damos un poco de miedo. Ahora bien, suponer que estas cualidades, que si se las mira de lejos pueden resultar un tanto simpáticas y hacernos más queribles, son algo innato de nuestro sexo, como si estuviese metido en nuestro ADN, es una lectura muy simplificadora de la cuestión. ¿Quieren saber porque somos lo que somos? ¿Neuróticas, fantasiosas, inestables y desesperadas? Porque nuestro primer juguete fue un bebote al que le teníamos que dar de comer y cambiarle los pañales. Por eso. ¿Cómo? Si si, como leyeron. Déjenme que me explique. Mientras los hombres jugaban con tecnología de punta como espadas con luces de colores o lavaderos de autos que largaban espumita y todo, a nosotras nos sentaban en el patio con una plancha de plástico rosa y nos ponían a laburar como negras para un esposo y tres hijos imaginarios. Desde temprana edad nos meten en la cabeza no tanto la idea de la mujer que cuida a su familia, sino más bien la idea de familia misma. Desde los inicios mismos de la humanidad, nuestra función social fue unida a la biológica. La mujer fue entrenada para cumplir el rol de perpetuadora de la especia. Rol que debe desarrollar en un período no mayor a los treinta años. Nuestra vida es definida en términos de “Incubar o morir”. Pero ahora los hombres están en locos, se hacen los difíciles, ¿y qué se supone que hagamos nosotras? ¡¿Eh?! ¿Tirar todos estos años de enseñanza a la basura? ¿Cómo podemos superar estos esquemas mentales inculcados nada más y nada menos que por la sociedad misma que por más de treinta mil años nos viene diciendo que el reloj biológico nos hace tic tac y que si para los treinta no conseguimos un tipo somos desperdicio del sistema y vamos a terminar tomando Rivotril, vistiendo una bata rosa llena de pelos de gato y mirando María, la del barrio? Mirá lo que el mundo nos hizo, ¿y todavía pretenden que seamos funcionales? Frente a esto hay dos opciones: una es revelarse y decirle no al status quo. La otra es aceptar que las cosas son como son y meter la cabeza en el horno para terminar de una vez por todas con esto.
Algunas optamos por la primera. En realidad es un estadío de desesperación y necesidad de contacto humano constante disfrazado de feminismo, independencia y promiscuidad, pero mezclado con alcohol funciona bastante bien. Somos muchas las que optamos por el camino de la independencia y la libidinosidad pero, como todo en la vida, tiene su contracara. Una contracara un tanto irónica. O sea, nos salió el tiro por la culata. En la búsqueda de la independencia cometimos un grave error. Cedimos al hombre el poder, la posibilidad de decir que no. El problema es que si bien perdimos el control, no el buen gusto. Entonces seguimos sin conformarnos con cualquiera y por eso terminamos todas las noches volviéndonos a casa solas. En esta tendencia nueva de liberación sexual y de todos contra todos los hombres tiene una oferta nunca antes vista de mujeres intentando demostrar que pueden ser tan inmorales y descorazonados como ellos y otras tantas que luchan contra conflictos paternales no resueltos. Esto es: hay mucha mina suelta y regalada. Haciendo uso del gran recurso literario que es la analogía, si vos vas a un tenedor libre, ¿Qué haces? ¿Te pegas un atracón con cinco platos de pastas o comes un poco de pollo, otro poco de carne asada y una cazuelita de mariscos? A los hombres no les importa que el plato de pastas sea un ñoqui tricolor con salsa de autor y que el pescado esté rancio. Ellos les entran por igual. Las mujeres somos más exigentes. Entonces volverse a casa acompañada es hoy una odisea. Un prospecto relativamente potable tiene la posibilidad de elegir a casi cualquier espécimen femenino del lugar y él lo sabe y como él tiene el poder, va a ser él el que va a elegir. Muy poco probable es que se lleve a todas las minas del boliche. Menos probable aún es que vos estés dentro de ese grupo. Perdón, pero así es la vida. A las mujeres inteligentes nos toca la soledad. Es karma. Y si encima buscas, justamente, un pibe con cerebro, y de esos sí que no sé si quedan, estás destinada a gastar mucha plata en pilas para superar largas noches de soledad.
En síntesis, mientras los hombres se pueden volver con lo que sea, nosotras tenemos que volvernos no solo con alguien al que le gustemos, sino que también nos guste a nosotras. Y como yo soy muy indecisa elijo volverme sola. Si, es mi elección (esa es mi historia y la voy a mantener). ¿Qué saqué en limpio de todo esto? Que me equivoqué de bando. Lo que queda es abrir el paso del gas, meter la cabeza en el horno y acabar de una vez por todas con esto.
 

martes, 11 de septiembre de 2012

Alina Velazco-Ramos - Mexico


 

 

Poesía

 

Escritora nacida en México D.F. radicó en Colima de 2003 a julio de 2012 y a partir de esa fecha, en Tlajomulco de Zúñiga, Jal. Felina, enamorada eterna de la ilusión del amor y de su muso inspirador, Luis Gil. Ex fumadora empedernida en no regresar al vicio. A veces madrastra y siempre mami de Imma Reyes. Amante de la pizza, las palomitas de maíz, el cine, la lectura y la vida en general.

 

Ha participado en lecturas en diversos foros: Noches de Luna llena de la Secretaría de Cultura del Estado de Colima, Encuentro de escritores colimenses en Coquimatlán, Noches Líricas Musicales del PRI Villa de Álvarez, Maratón de Lectura Simultánea en Voz Alta convocada por la Feria del Libro de Guadalajara FIL, Banquete de poesía: Ágape, Eros y Filia, Maratón de Poesía en FARO de Oriente D.F. Encuentro de Poesía Joven Colima, Lectura de la Antología Poética Amor, Delirios y Delicias; entre otros.

 

Estudió el Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y un taller de elaboración de telescopios en la Casa de la Cultura Colima. Actualmente estudia la Licenciatura en línea en Desarrollo Comunitario de ESAD.

 

Contacto:   Mail alinahelena@hotmail.com

                   Facebook Alina Velazco-Ramos

                   Twitter @alinavelazco

                   Blog mierrcoles.blogspot.mx


 

Besa mi cuerpo.

Recórrelo centímetro a centímetro.

Inúndalo con tu olor.

Ese dulce aroma que me hace agradecer el haber nacido.

Dame vida,

hazme sentir que vale la pena continuar.

Toma todo de mi, dame todo de ti.

Crea un nuevo ser que sea mitad tu y mitad yo

mientras me acarician tus manos

y al final de todo,

bésame otra vez. 

El tigre se acerca lenta, cadenciosamente.

Decidido a atacar-dominar-someter a su hembra.

 

La hembra lo observa y espera.

 

El tigre se ve derrotado

por la mirada de un cachorro de ojos amarillos.

 

Que son su imagen y reflejo.

Tiempo de rehacerme

entre lo que queda de una gran ciudad.

Tomando los trozos que quedaron

de lo que no deseó ser parte de mi

y de una gran distancia, más que en días,

en soledades.

 

Sin llanto. Comprensión de lo incomprensible.

Respuestas certeras cómo dardos a la yugular.

Abatiendo lo poco que quedaba de mi ser etéreo.

Tirándome de lleno al suelo.

 

Tiempo de contener el amor

en la capsula de la eternidad.

Que se convierte en quizá en la otra vida

o en otro sueño se pueda derramar.

 
 

Despedida

 
Aprenderé a no sentirte cerca mío.

A no extrañar tus besos

y sobre todo,

al olvido.

 

Olvidaré que fuiste algo en mi vida,

aunque me duelas.

Aunque quiera preservarme en tu serena existencia.

 

Existiré a pesar de ti y de lo que somos.

 

Amores infinitos que en la distancia y el destierro,

Formaron uno solo hace tiempo,

en un seco aunque dulce verano.

 

En cinco días que fueron de ensueño.
 


Epitafio

 
Amé tanto, que me quedé sin fuerzas para vivir. Di todo de mí, me entregué sin reservas, fui. Procedí del modo en que me dictó el corazón y casi nunca cedí. Siempre fiel a mis convicciones, nunca a mi amante en turno. Pero jamás fui desleal. Disfruté con la misma intensidad una hora de pasión que un matrimonio de años. Fui quien quise ser. Fui.


 

Becarios

 

Infrahumanos.

Paradójico orgullo de la sociedad

pero lo más bajo también.

 

Cifras, números.

Hambre que es callada

Cada cierto tiempo con limosna.

 

Animales de carga que cada día

luchan por ser volteados a ver.

Por ser tomado en cuenta.

 

Con tantas cosas por ofrecer

pero transparentes como un fantasma olvidado.

 

Sin voz, sin voto.

Con la obligación de dar el todo

y sin la esperanza de alcanzar el infinito.

Con sueños de equidad,

que se acaban en cuanto la pesadilla de la burocracia

les despierta.

 

Así somos los becarios.

Pedro Antoniassi

Ella vendrá.



Él espera.

Le pasan, hace alrededor de unos veinte minutos sin intervalos, los niñotes que escapan de la jornada escolar. Salen riendo. Corren y gritan, como si hubiesen recuperado algo que les habían… -no digamos robado porque queda feo- …suspendido por un rato. Casi cinco horitas de religiosa educación. Él, no les presta ni un centavo de atención. Sentado en una mesa, en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, espera. Paciencia oriental. El café hace rato que perdió todo su increíble aroma, al jugo de frescas naranjas todavía le quedaba un culito; lo más espeso, lo más pulposo, el agua andaba por la mitad (ni llena ni vacía) (ni buena ni mala), las galletitas ya eran migajas, manjar para las palomas que revoloteaban. Él, todavía inmutable. Espera.
Ni bien llegó, pidió el diario, fue al baño, en cinco salió, se pidió un cortado y se sentó en la ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad. Apoyó el celular en la mesa y esperó.
La mañana pasa volando entre lagañas, bostezos y laburos atrasados. Cuando levanta la vista de la monótona pantalla y mira ese reloj centinela que todo lo vigila, se aviva que es casi la una. Momento de abandonar la espera. Sale a la calle, al igual que otras miles de personas. Se dirige a algún bolichón, más o menos confiable, a ingerir algo, más o menos confiable, que sirva de almuerzo. En el trayecto la llama. Le pasan finito las motos; pequeños monstruos de fierros prepotentes, mientras ella, con seca dulzura, lo invita a esperarla, un ratito más. “En el barcito de la esquina de casa, no salgo muy tarde” le ordena.

Él espera.

Llega el segundo café, ahora con un tostado mixto, que manía de ponerle paleta. El celular no se sacudió ni una sola vez. La tarde empezó a apretar, el frío se acercó a esta ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, la inmensa mayoría de transeúntes ya están en el calor de sus hogares. Prometió que llegaba temprano, que esta vez llegaba. Él, con la mirada muda y la garganta cerrada, retoma la espera.


Esa magia.


Otra vez vuelve esa magia. Esa mensual y poderosa magia
El 136 vuela sobre la Rivadavia. Del Centro al Oeste. Del Oeste al Centro. Trae tierra y acentos lejanos. Devuelve maquinaria laburante. No para siempre, no frena siempre… vuela, vuela, vuela… como un gran león verde.
Cabezas cansadas, piernas dolidas, dignidad renovada. Hoy, ese día, por el que valen los otros. Llenos los bolsillos de ilusiones cortas.
De su fluorescente y rotoso andar, disfrutan esta vuelta, las almas ajadas de sacrificio diario. El paisaje de luces arrastradas dibuja: bares, negocios de ropa, de electrodomésticos, de motos, de autos, de muebles. Hoy, al alcance de sus manos. Manos ásperas, que cargan bolsas y bolsas sin nombres, multicolores, llenas de infantil emoción.
Linda la noche. Llena de estrellas. Hoy la luna ilumina a todos. Se cuela por las cortinas, filtros del polvo de calles conurbanas, su plateada sonrisa. Imaginan esos pies que pisotean barro, que esta noche el sueño va a ser hermoso. Más cercano.
La felicidad explota en cada bache, en cada esquina. Esperando a que llegue eso que siempre amaga, pero que nadie alcanza. “La fe y el esfuerzo todo puede” se escucha como mantra en estos asientos. Con eso alcanza, si vieras sus caras. Pequeña poderosa justicia.
El 136 abandona la capital y se adentra zigzagueante en suelos de casas bajas. Refugios de sueños y esperanzas, de esfuerzo y de lucha, de fe y de amor. Hoy la mesa está abundante, hoy la panza está contenta. Hoy no importa su vida efímera, su cortita alegría.
Por hoy vale esa sonrisa. Sonrisa de niño. De regalo recién recibido. Por él vale el esfuerzo. Por eso vale.


Jorgito no sabe si debe ir al “after-office” con sus nuevos compañeros.


Un poco por la timidez del recién llegado, otro poco por costumbre.
Un poco por ser petiso, otro poco por las mujeres presentes.
Un poco porque no sabe romper el hielo, otro poco por educado.
Un poco porque nunca se convenció de la camisa, otro poco porque odia las camisas.
Un poco porque dice estar gordo, otro poco porque está gordo.
Un poco porque vive con su madre, otro poco porque está cómodo.
Un poco por su celular, otro poco por el de ellos.
Un poco por los zapatos, otro poco porque es el único.
Un poco por el pibe canchero que habla fuerte, otro poco por sus chistes.
Un poco porque tiene que llegar temprano, otro poco porque nadie lo espera.
Un poco por el alcohol, otro poco por el cigarrillo.
Un poco por la música fuerte, otro poco por tener que gritar.
Un poco porque le avisaron a último momento, otro poco porque le avisaron.
Un poco porque odia los bares, otro poco porque le fascinan.
Un poco porque va ella, otro poco porque va ella.
Un poco porque siempre quiso ir en patota, otro poco porque no destaca.
Un poco porque mañana va a ser terrible despertarse, otro poco por la resaca.
Un poco porque vive en un pasajecito en Mataderos, otro poco porque nadie conoce Mataderos.
Un poco porque no cena fuera de casa, otro poco porque no sabría que pedir.
Un poco porque le da asco comer el maní, otro poco porque se roba el posavaso.
Un poco porque no sabe contar anécdotas, otro poco porque no tiene.
Un poco porque tose con el humo, otro poco porque tose con el perfume femenino.
Un poco porque es alérgico a la naftalina de los mingitorios, otro poco porque hace en el inodoro.
Un poco porque no conoce de películas, otro poco porque le gustan la de Adam Sandler.
Un poco porque no le gusta la música bolichera, otro poco porque jamás escucho un tema.
Un poco porque cuando se emociona tartamudea, otro poco porque siempre tartamudea.
 

lunes, 20 de agosto de 2012

Marcelo Peiti


I

Conciencia universal

Más no parámetros

Impuestos en una lógica lineal,

Con un final aparente.

Alejado de toda concepción

 De realidad mundana.

Distinción de conciencia universal pura

Donde incluso yace,

La vacuidad ultima.


II

Observa y no mires a la vez

Recuerda tu otra realidad silenciosa.

Detrás del espejo de silogismos,

Te has disparado infinitas veces, rozando tu ser.

Queriendo, ansiando ser apariencia.


III

Lo que parecía lejano, no lo está.

Inclusive carece de existencia, es una utopía y no lo es.

En este segundo pasa el destino

En este segundo todo se desvanece

Es solo un fragmento más

Perdiéndose en lo infinito
 

IV

El nacer es el sufrir

Su correlativo esencial

Millones sufren en este instante,

Por el descuido del ser

Oda a la sustancia universal

Más no me rechaces en mi última verdad.



V

Culpar al pecado bajo un ``stipes patibulum”

Es propio de conciencia terrenal

Sustancia y naturaleza, conciben el pecado

El silencio lo es todo.

La melodía del momento callado es eterna

Aunque haya pasado ya.

Inerte en la mente, escapa de las dualidades

Huye del pecado.



VI

El éxtasis de haber sido sustancia,

El conformismo de haber sido dual.

Naturaleza corrompida.

Magno infinito en los ojos

No parpadees otra vez

Naturaleza corrompida, humana.

Recuerdos….cierra los ojos.



VII

Ilusión, te beso

Te destrono, te amo

Te odio, vuelvo a amarte

Vuelvo a engendrarte en mis pensamientos

Una y millones de veces.

Solo pasaron segundos…



VIII

Amor apócrifo, detrás del espejo.

Caricias en instantes de cielo

Sonrisas corrompidas

Sufrimiento inconmensurable

Paz, empatía

Silencio…soledad ultima

Extinción



IX

Sumergido en dualismos

Frecuencias constantes

Resonancias sistematizadas

Plegarias diurnas, clamores nocturnos

Aun sin haber nacido, sin ser esencia

Esperando lo infinito llegar

Mientras, todo se convierte en pasado

Otra vez.

Mantén los ojos cerrados en el mundo

Y abiertos en la conciencia universal.



X

Abrazo fraternal

Complicidad de amantes

Engaños sumidos en la mente

Antes realidad hoy nada, solo recuerdos

Fragmentos de conciencia universal,

Diseminados en ojos cerrados

Aflicciones, ignominia.

Todo es pasado.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Federico Frisach

1


El olor dulce

delataba

en la mañana

húmeda

que toda esa vegetación

era un reflejo

de la belleza.

Un oviedo

con sus más

redondas, jugosas

perfectas y verdes

uvas.

Pero de ellas, una sola

cargaba el veneno

capaz de aniquilar

en pocos segundos

a quien la muerda.


Y los hombres, avisados

y horrorizados

como siempre suelen

estarlo,

se enfrentaron

entre ellos,

todos,

para decidir el orden

de elección

de cada uva.

Creían que los primeros en elegir

tenían más chances de

sobrevivir.

Por que al haber más cantidad

de uvas sanas

tenían menos posibilidad de comer

la envenenada.

Yo aguardé,

en silencio,

sin arañar el pellejo

de nadie.

Sin implorar la pena

de nadie,

sin quebrar, sin gritar,

sin enfrentar, sin discernir.

Sólo esperé

silbando mi mejor

canción.

Mi turno fue

el último,

cuando quedaban sólo

dos uvas.

Fui, y tuve el tiempo

de verlas, y compararlas,

de tocarlas, y sentir

su jugoso dulzor

o su pesado y amargo

veneno.

Pude sacarle poder

al azar

y ser el responsable

de mi decisión.

Eso creo es

honrar

la humanidad.


Agarré la uva deliciosa

y la comí.

Sin lugar a dudas

parecía la más sabrosa

de todas.

Y al ver a todos

aquellos

otros hombres

descompuestos,

transpirando, delirando,

sacados de sí

pude entender

así

ninguna uva estaba

realmente

envenenada.

El veneno corría

por las venas

espesando la sangre

aturdiendo la mente

doblegando la voz,

en ese humano tan

mediocre,

que escapa, pobre,

de su propósito

único

de existencia.

Él nace en dos patas

pero es cierto,

prefiere, y anhela

volver a caminar

con las cuatro.

El veneno

entonces

estaba allí,

dentro de él

y se expresa,

en su miedo,

y en su arrogancia,

y en su ambición

y egoísmo,

y en la miseria,

y en cada ansiedad,

en la incertidumbre,

en el llanto,

en la risa,

también en aquella forma

de caminar

y devastar

aniquilando

por miedo

a ser

aniquilado.

Detrás de esa

sonrisa, de esas

palabras llenas de

agonía

espiritual,

entre esos ojos

sin luz

tan inútiles y

superficiales,

detrás de todo ese

manojo de ideas

absorbidas

absurdas,

está el veneno

que amarga toda

única, verídica,

dulce,

vida.


2

Es tierra sucia

envenenada

por la guerra.

El aire ya no es

aire

el agua ya no es

agua.

El humano ya no es

eso.

Hay algo, detrás

como un olor oculto

una nube escondida,

algo,

que ha distorsionado

esto.


Entre las bombas

del hambre,

las explosiones

en cada amanecer,

ese niño llora

abrazado a sus rodillas.

Sucio, desnutrido

un espejo roto

de la tierra.

No hay mano alguna

que pueda consolar.

Pero dentro

de él,

está sembrada

la semilla intacta

de la virtud.

Que sólo nace

del dolor.

Que debe ser

regada, cada instante

con la abundancia

de la rectitud,

y de la fuerza

blanca

del espíritu

que todo ser

es.


Allí, el niño

deja de llorar

agradeciendo tal

exceso de sal.

Nada más

ni nada menos,

que toda esa demencia

y toda esas muertes,

sus torturas,

y sus profundos, oscuros y helados

agujeros

absolutamente todo

aquello

que es

la guerra,

ha sido un enigmático

plan,

mudo,

para que ese niño

aprenda, aquí, ahora.


Su conciencia

lo vale,

su aprendizaje,

todo el camino sagrado

hacia la rendición

del incondicional

amor

lo vale

por completo.


¿Quién osa calificar

como injusto,

todo ese cataclismo

terrible

si es sólo el escarmiento

regalado a ese

único

niño?


Es parte

del plan.

Es parte de aquella

hermosa

música, que sólo

se deja escuchar

por esos pocos

que buscan,

y besan

las manos, de luz

que logra iluminar

todo aquel

punzante

mutilador

y deforme

dolor.


miércoles, 25 de julio de 2012

Carlos Peirano - Valparaíso, Chile.



Bella de la cabeza 14,5 x 22 x 3,5 cm. Collage y ensamblaje.




Refrigerio patronal, 26 x 18 x 7 cm, Collage y ensamblaje, 2011






Viva la muerte (material exclusivo), 14 x 22 x 1,5 cm, Collage y ensamblaje, 2012




El Estipendio Moralizante 25 x 35 x 15 cm. Ensamblaje


lunes, 23 de julio de 2012

Martin Petrozza


120 Tracy McVille - herido de guerra

Si Mutis hubiese sido dos centímetros más alto, le hubiesen volado la cabeza. Si Albert hubiese corrido más despacio, no se habría estampado de lleno contra la metralla enemiga. Si Wilhem no hubiese dado un paso más, la mina no le habría estallado. Si Patrick hubiese terminado de fumar el cigarrillo en la trinchera, le habría caído encima la granada de mano. Si yo mismo no me hubiese paralizado en medio del campo de batalla, no estaría ahora contándote esto, me dice Tracy McVille mientras abre una cerveza con la mano. 





 Es el juego de la muerte, continúa, nunca sabes exactamente qué hacer para no morir. Un segundo, un centímetro, pueden hacer la diferencia. Es como tirar el dado: si te sale uno, mueres, si te sale dos, mueres, si te sale tres vives, pero si te salen cuatro, cinco o seis, también mueres. ¿Sabes qué es eso? Es el puto infierno. Sólo puedes estar seguro de una cosa y es que morirás. Dudo mucho que alguno haya pensado sinceramente salir vivo de allí. Una bala certera, una bala perdida. La metralla, la granada de mano, el obús. Una mina. El bombardeo de un avión, la metralla de un avión. El gas venenoso. El lanzallamas. El combate cuerpo a cuerpo. Incluso la enfermedad, el desánimo, la locura… hay cientos de maneras de morir en la guerra y muy pocas, sólo una: la suerte, de salir con vida. Es como pretender cruzar el Periférico con los ojos vendados, dice Tracy realmente alarmado. ¡Nosotros cruzamos el Periférico con los ojos vendados, una y otra vez, por largos cuatro años!, dice con todo el dramatismo que sólo un loco puede imprimir a las historias de guerra, sin haber ido a la guerra. 





 Carajo, Tracy, le digo, me dejas sin palabras. Tracy narra esta noche una batalla particularmente brava. Hay una cosa, le digo, que no me queda clara: ¿tú peleabas con los alemanes, o con los franceses? ¡Con los alemanes, exclama, los franceses son marica! Ya digo, si lo pones así, los alemanes son unos cerdos. ¿Y qué te valdría más, ser un cerdo o un… Vale, interrumpo, tienes razón. 





 Aquella batalla fue el principio de la guerra, dice Tracy. Se libró al Noroeste de Francia, y se batalló de acuerdo al Plan Schlieffen, que subestimaba al ejército francés, y al ejército ruso. Se planeaba acabar con los franceses en seis semanas, se ríe Tracy, peleando al Sur, y peleando al Norte, acabar con Rusia inmediatamente después. Pero, ¿sabes?, me dice Tracy bajando el volumen de la voz: para ser marica, los franceses se defendían muy bien. Yo rio y me pego un trago de birra mientras Tracy me cuenta cómo fue que se les ocurrió. ¡Una cosa terrible!, exclama, un acto de cobardía francesa, indiscutiblemente, pensado por una cabeza alemana. ¿Qué es eso que se les ocurrió y que es tan vil?, pregunto. Tracy mueve la cabeza negativamente y dice que está bien, que me lo contará aunque no lo había contado, mencionado si quiera, a nadie antes, porque se avergüenza. Vale respondo, no hay problema, no tienes nada de qué avergonzarte, vamos, dime, ¿qué coños pasó por tu cabeza? ¡Por la mía no!, exclama, ¡por la mía jamás! Fue el seso de Gombrich el que se atrofió. Aunque a decir verdad, confiesa, no le culpo, la mayoría de nosotros teníamos el coco retorcido ya al principio de la guerra. Y es que… por muy alemanes que fuéramos, una guerra así, tan puta cruenta, jamás habíamos librado. Entiendo digo, eso es lo que he escuchado decir, que la Primera guerra mundial cambió el modo de guerrear y el modo de morir. Ni que lo digas dice, la cosa sucedió más o menos así: 





 En la primera batalla tuvimos cincuenta y tres bajas. En un pelotón de cinto cincuenta hombres, y aunque ganamos la batalla, eso, desanima. No lo podíamos creer. Sabíamos que en la guerra se muere, pero jamás pensamos que a carretillas. Y además, aprendimos que incluso en una victoria se puede perecer. La gloria no sabe a nada cuando en la batallan ha muerto la mitad de tus camaradas. Steinmeier, muerto. Merkel, muerto. Sigfried, muerto. Thorsten, muerto. Reinhard, muerto. Hermann, muerto. Ulrich, muerto… y Lemper… herido en la pierna. 





 Lemper es el único que no ha muerto, dice Mutis. Querrás decir aún, señala Frederick al tiempo que enciende un cigarrillo, nervioso. Tiene los ojos rojos. ¿Acaso has estado llorando?, se burla Gombrich. Frederick dice que no, y Gombrich, bueno, él… él también ha llorado. Todos hemos llorado. He visto a los más duros llorar e implorar por sus madres. 





 Ahora estamos en las barracas. Hemos venido del frente, donde ganamos la batalla. El teniente Katsinsky irradia felicidad. Ha comunicado a los superiores que los franceses serán vencidos por completo en cuatro semanas más, a lo mucho. Katsinsky no ha estado en el frente. ¿Está orgullo de nosotros?, no. Pide que envíen más soldados a su pelotón, hemos tenidos algunas bajas, y los soldados son enviados. Vienen de todos lados. Algunos ni siquiera son soldados de verdad. Civiles, voluntarios, entusiastas, crecen como la hierba. Los vemos llegar con sonrisas en las caras. Les han dicho que hemos ganado un par de batallas y se piensan que en la victoria no habita la muerte. 





 Sin embargo Lemper no ha muerto. Al día siguiente le visitamos en el hospital. Lemper dice que le cortarán la pierna. Le han pegado un tiro cerca de la ingle, y no hay otro modo, le cercenarán la pierna. Lemper ha suplicado que le curen, pero los médicos, vamos, no pueden darse el lujo de curar a nadie. Cortan todo lo que no sirve como si tal cosa. Nos compadecemos de Lemper y salimos. 





 ¿Creen que sea verdad?, pregunta Frederick. ¿El qué?, contesta Mutis. Que ganemos la guerra en cuatro semanas. Ni hablar dice Mutis, ¿es que no lo ven?, los franceses también recuperan sus pérdidas con voluntarios. Es una cosa de nunca acabar. Ganará el país mayor poblado. Frederick ríe y dice que en ese caso sería mejor hacer un censo y dar por sentado que el país mayor poblado ganará la guerra. Sí, afirma Tracy, eso tendría más sentido que matarnos hasta exterminarnos. Mutis está preocupado. Y cuando Mutis está preocupado es que algo no anda bien. No sé, dice Mutis, tiene que haber algún modo. ¿De qué?, pregunta Tracy. De regresar. ¿A casa?, pregunta Gombrich, que hasta ese entonces permanecía callado, fumando un cigarrillo y pensando exactamente en lo mismo. Sí, a casa, explica Mutis y Gombrich dice que él también lo ha pensado. 





 Tracy, Gombrich, Frederick y Mutis han llegado a la guerra por voluntad propia, me explica Tracy. Nosotros cuatro fuimos unos de esos puñetas voluntarios, dice, seducidos por la victoria, el nacionalismo y la sed de ser alguien en la vida. Seducidos por el heroísmo militar. Gran cosa. ¿Sabes?, no hay heroísmo militar. Las medallas de valor no se entregan al más valiente, sino al que ha sobrevivido más. Y sobrevivir es cosa de azar. No importa que tan bueno seas, basta un error para acabar en la fosa. 





 ¿Y qué has pensado?, pregunta Mutis a Gombrich. No sé, contesta, quizá si solicitáramos permiso, y luego, simplemente ya no regresáramos. Imposible, exclama Mutis, ahora les pertenecemos, nos buscarían debajo de la última roca. Y salir del país, ni lo pienses. Te pedirán explicaciones, identificarte, te dirán que por qué no estás el frente y te fusilarán por rebelde. Frederick y yo, dice Tracy, les miramos hablar en silencio, dejándolos pensar. Con la esperanza. Quizá si fingimos demencia, dice Gombrich, he escuchado que a un soldado francés le devolvieron a casa porque presentó un severo caso de demencia, ya sabes, un tío así puede disparar contra sus colegas, o incluso, contra sus superiores. De la nada, y… Olvídalo, dice Mutis, aquí es Alemania, aquí hasta los dementes sirven a la guerra. Te echarán como carnada si te haces pasar por demente. Una carnada es más útil que un soldado en casa. Gombrich tira la colilla del cigarrillo al suelo y ya no dice nada. 





2





Al día siguiente volvemos a ver a Lemper. Le han cortado la pierna. Pero Lemper no lo sabe. Le durmieron con formol y le cercenaron la maldita pierna, dice Tracy y me pide un cigarrillo. Le estiro el cigarrillo y continúa: cuando le vimos apenas despertaba y no se había enterado. Así aprendimos que uno puede sentir que tiene pierna cuando no la tiene, por mucho tiempo. Frederick fue el primero en notarlo. Dio un golpe a Mutis y sin decir nada le mostró el asunto. Lemper aún estaba adormilado. Mutis pasó la mirada por cada uno de nosotros. Nos percatamos de la usencia de su pierna porque era una sola la que salía de la sábana. Además podías ver la sábana plana donde debería ir la pierna. Y al lado, la sábana encima de la pierna que aún le quedaba. 





 ¿Cómo va todo?, pregunta Mutis a Lemper tanteando la situación. Hasta ahora va bien, dice Lemper. En efecto no se ha enterado. Vale, dice Mutis, me alegro. ¿Sabes qué harán contigo?, pregunta Gombrich. Me cercenarán la pierna, contesta Lemper resignado. Aquí callamos todos. El formol aún hace efecto en él y está tranquilo. Frederick no puede soportarlo, y sale. Yo salgo tras él, dice Tracy. 





 Afuera encienden cigarrillos y esperan. ¿Qué hará Lemper en la guerra sin una pierna?, pregunta Frederick temblándole la mandíbula, de por sí es complicado estar aquí con amabas piernas, agrega. No sé, dice Tracy, quizá lo manden a la cocina. Frederick asiente con la cabeza, dice que la cocina sería un mejor sitio para un tullido, sin embargo piensa que incluso la cocina podría ser tortuosa. Ya sabes dice, Katsinsky paseándose por allí y todos corriendo de un lado a otro. ¡Corriendo!, exclama Frederick. Calma, dice Tracy, algo harán con él y no tenemos más remedio que confiar en la sabiduría militar. Ya le encontrarán un sitio. Frederick mira a Tracy como si éste último hubiese perdido el seso. Sabiduría militar, piensa, qué sabiduría puede tener un ente que manda a las personas a morir en la guerra, despiadadamente. Frederick pide a Tracy una cerilla, su cigarrillo se ha apagado a medias. Tracy le ofrece una cerilla. Frederick la toma y al tiempo que enciende el cigarrillo, dice: ¿qué harías tú si perdieras una pierna? A Tracy la pregunta le sorprende. No lo sé contesta, no he pensado perder la pierna, ¿sabes?, no es en lo que pienso cuando disparo o cuando cago. Ya lo sé, responde Frederick, pero ahora que Lemper… ¿qué harías tú? Tracy lo mira a los ojos. Casi adivina lo que Frederick piensa. No dice, no me pegaría un tiro en la cabeza. Frederick, nervioso, dice que él no ha dicho eso, que jamás quiso decirlo, que probablemente si él perdiese una pierna…





 Mutis y Gombrich se acercan. Es increíble, exclama Gombrich asustado. Mutis también luce asustado. Frederick se asusta al mirarlos asustados. 





 Todos estamos asustados, me dice Tracy, todos tenemos miedo todo el maldito tiempo. Miedo del frente. Miedo de una emboscada. Miedo de Katsinsky. Miedo de la noche. Miedo de las ratas. Miedo de perder un miembro. Miedo de quedarnos solos. Miedo de ver morir a nuestros amigos. Miedo de ser castigados por los superiores. Miedo de ser enviados a misión especial. Miedo de ser fusilados. Miedo. Miedo. Miedo por todos lados, exclama Tracy levantándose del asiento (que es la acostumbrada vieja cubeta volteada). Le pido que se calme, le pido que se siente o ya no le daré más birra. Tracy se sienta y suspira. Lo siento dice, por un momento perdí el seso. Ya dije, no te preocupes, pero vamos, ¿qué coños pasó?





 Lo que pasó, dice haciendo memoria, es que Mutis y Gombrich se enteraron, gracias a un enfermero, que Lemper y todos los tullidos serían enviados a casa. 





3





¿Estás loco?, dice Mutis, eso no es ético. A la mierda la ética, dice Gombrich, ¡yo lo que quiero es salir de aquí! Gombrich ha vislumbrado en la desgracia de Lemper una salida. Frederick opina que no es una idea descabellada, que después de todo es preferible estar vivo y en casa que morir como una puta rata en las trincheras. Mutis tiene dudas. Tracy está en desacuerdo. Dice que más vale morir como un héroe de guerra que pasar el resto de tu vida lisiado y recordando lo puto (lo francés, dice Tracy) que fuiste alguna vez. Dime, dice, ¿cómo te sentirás cuando ganemos la guerra, en cuatro semanas, no puedes aguantar cuatro malditas semanas, y regresemos, y tú estés en una silla y nadie te dirija la palabra porque has sido un traidor a tu patria? Tracy tiene razón, dice Mutis, podemos soportar cuatro semanas. Pero si tú mismo has dicho que eso es mentira, dice Frederick, no estaremos aquí menos de dos meses. O cinco, dice Gombrich. Vale, dice Mutis, ¿no pueden esperar cinco putos meses? Yo no, dice Gombrich decidido. Frederick mira al suelo y tras una pausa, dice: yo tampoco. Mutis mira a Tracy y éste mueve la cabeza, no lo puede creer. 





 Vale dice Mutis, ¿eso es lo que quieres?, pregunta a Gombrich. Sí, dice firme, eso es lo que quiero. Frederick y Tracy enmudecen. No están seguros de qué quiere Gombrich. Mutis los mira a todos, a los ojos, vuelve a mirar una vez más a Gombrich y le pregunta de nuevo si está seguro. Seguro, dice Gombrich. Lo dice con tal convicción, me cuenta Tracy, que si lo mirases de lejos podrías pensar que él es un valiente, y que Mutis, que duda y mueve la cabeza, es un cobarde. Sin embargo es todo lo contrario, dice. Gombrich le ha pedido a Mutis le pegue un tiro en la ingle. Se hará pasar por un herido de guerra. Está bien, dice Mutis, pero no aquí, si alguien me pilla pegándote un tiró el que estará en problemas seré yo. Da media vuelta. Gombrich lo detiene. No, dice lleno de miedo. Tiene que ser aquí y tiene que ser ahora. Mutis mira a Tracy. Busca ayuda. Tracy dice: lo haré yo. Mutis se sorprende. Deja paso a Tracy. 





 Vamos, dice Tracy a Gombrich, dime, ¿en dónde quieres el tiro exactamente? Gombrich lo piensa. El sol le da de lleno en la cara. Hace visera con la mano. Aquí, señala con el dejo justo debajo de la ingle. Tracy desenfunda su arma. Mutis enmudece. Frederick pide a Gombrich que lo piense.  Ya lo he pensado suficiente dice, adelante. Tracy se para frente a Gombrich. Vamos, dice Gombrich temblando, date prisa, mierda, que me cago. Tracy levanta el arma. Apunta, muy despacio. Dispara, coño, dispara, dice Gombrich doblándose de angustia pero exponiendo el muslo. ¡Alá, mierda, coño, ¿a qué esperas?, grita Gombrich. Tracy apunta. Da un paso adelante. Gombrich aprieta los dientes. Tracy da otro paso adelante, esta vez más aprisa. Gombrich muge. Tracy ha llegado a Gombrich, pone el cañón de la pistola en el sitio de la pierna que le ha señalado. Gombrich Aprieta aún más los dientes y los ojos. Siente la punta del cañón presionando la pierna. Mutis está inmutado. Frederick se lleva las manos a la boca. Tracy quita el seguro del arma. Gombrich está doblado, exponiendo el muslo y con el rostro rojo. ¡Tracy jala el gatillo!





 Gombrich cae al suelo, lloriquea, se retuerce, grita y se agarra la pierna. Mutis no se lo cree. Frederick comienza a sonreír. Tracy suda y sonríe al mismo tiempo. Mutis se acerca a Gombrich y lo levanta. Ha dejado de sufrir. Se mira la pierna. No siente dolor. No sangra. Tracy ha disparado pero la pistola estaba sin carga. Mutis comienza a reír enserio. Frederick es una risa. Tracy sonríe. Gombrich suspira, se levanta y ríe también. 





 De la nada Tracy carga la pistola, quita el seguro y apunta a Gombrich. Todos dejan de reír. Vale, dice Tracy alzando la voz, la anterior fue prueba, está vez va enserio, dime ¿aún quieres hacerlo? Gombrich, enmudecido, no puede más que mover la cabeza de un lado a otro. 





4





Vaya que le has pegado un buen susto, dice Mutis a Tracy. Ha estado muy bien, añade, ahora lo pensará dos veces antes de pedirnos alguna estupidez. Sí dice Tracy, el que me preocupa es Lemper. Mutis se sienta sobre el camastro. Comienza a desatarse las agujetas. ¿Qué has sabido de él?, pregunta. Continúa en cama, contesta Tracy, aquí, en el hospital. Lo sé, responde Mutis, pero, ¿qué has sabido de su regreso a casa? Eso es lo que me preocupa, dice Tracy, han dicho que lo llevaran a casa, que llevaran a todos los tullidos pero yo no he visto que hagan nada. ¿Crees que hayan dicho eso para calmar la cosa? No sé, dice Tracy entrando en las sábanas, quizá. Mutis se quita los pantalones y entra a las sábanas de su camastro. Quizá, dice Mutis, pero… no, no lo creo. No pueden ser tan cabrones. Vale, dice Tracy, ya lo veremos mañana. Sí, dice Mutis, descansa. Sí, responde Tracy, tú igual. 





5





¡Eit, Gombrich, pum!, onomatopeya Frederick al encontrarse con Gombrich. Simula pegarle un tiro con el dedo y Gombrich se le va encima. Mutis escucha el ruido y despierta de un salto. Ha pasado tiempo suficiente en el frente para despertar de un salto por nada.  Tracy ha pasado tiempo suficiente en el frente para ni siquiera dormir. Se levanta sin hacer ruido y se pone frente a Gombrich y Frederick que se abaten al suelo. Mutis se acerca a ellos y se acerca un grupo de soldados más que despiertan con el estropicio. Algunos claman por Gombrich y otro más por Frederick. Frederick ha dado la vuelta a Gombrich, pero Gombrich resiste, es un contendiente fuerte. Sin embargo, no pelean de verdad. Al final ambos paran y ninguno ha aventajado al otro por demasiado. 





 Mutis sale a tomar aire fresco antes de ponerse el uniforme. Frederick, Gombrich y Tracy le siguen. ¿Qué han sabido de Lemper?, pregunta Mutis. Frederick dice que nada. Gombrich traga saliva, él sabe mucho, el está al pendiente de su regreso a casa. Vale, dice Gombrich, se los contaré. ¿El qué?, pregunta Tracy. El rumor, explica Gombrich nervioso, hay un puto rumor, dice rascándose la nuca, arrepentido de su insensatez. Un rumor de que nadie regresará a casa. ¿Cómo?, pregunta Frederick sin creerlo, pero si están lisiados, dice, ¿de qué coños van a servir aquí? De nada, dice Gombrich, los dejarán morir en cama. Dios, exclama Mutis, sí son tan cabrones. Algunos han muerto ya, dice, no soportaron las hemorragias. Les arrancan brazos y piernas como si fuese pollos. No sobreviven a las hemorragias. Los médicos no paran las malditas hemorragias. Los dejan morir. Tracy le mira pero no se burla de haber ganado. No es un orgullo tener la razón cuando la razón es la muerte de muchas personas, me dice Tracy. Seguro, le digo yo y sigue: Gombrich explica que se rumora que llevarlos a casa es un gasto que el ejército alemán no está dispuesto a correr. Dejaran que mueran. Los ayudarán a morir, dice, con morfina. Carajo, dice Frederick, creo que le debes más que una disculpa a este camarada. Palmea a Tracy en la espalda. De no ser por él, continúa Frederick, estarías en cama, sin pierna y… Lo sé, dice Gombrich realmente arrepentido. Pide una disculpa a Mutis y a Tracy, y agrega que realmente perdió el juicio. Lo que me sorprende es que ustedes también lo perdieran, dice. ¿Cómo?, pregunta Mutis, si el loco eres tú, tío. ¿Cómo mierda me pensabas pegar un tiro y dejar que yo fingiera ser herido de guerra, sin estar en el frente? Mutis lo piensa, Tracy lo piensa, Frederick lo piensa, y al final todos están de acuerdo. Vale, dice Mutis, creo que fue una crisis colectiva. Seguro, dice Tracy, sólo un loco se habría voluntariado a esta mierda, y no me sorprende en absoluto, nosotros no enloquecimos en la guerra, estábamos locos de antes. Todos sonríen y al mismo tiempo aguantan las lágrimas al darse cuenta de su patetismo. 





 No nos culpo, me dice Tracy, en la guerra te pueden pasar por la mente las ideas más descabelladas. Vale, le digo interesado, pero, ¿de verdad mataron a los lisiados?, pregunto ingenuamente. Sí, contesta Tracy. Ya, digo y doy un trago a la cerveza.